El interlocutor español, habituado a oír /musaka/ y a escribir musaca, se encuentra con tres sorpresas: en griego musaká es masculino, se escribe con k, y es una palabra aguda o, traducido a griego, oxítona.
En todos los países existen “platos de bandera”. En España podrían ser la paella y la tortilla española, que cada cocinero interpreta a su manera. Aunque existen varias recetas de musaká en el Mediterráneo, en los Balcanes y en sus alrededores (Bulgaria, Bosnia, Serbia, Hungría, Turquía, Rumanía, Líbano, Egipto), la versión más conocida es la griega.
El musaká para los griegos, la musaca para los españoles, nos descubre una bonita historia de fusión cultural, de sucesivos viajes de ida y vuelta. Una historia en la que Grecia y su cultura funcionan, una vez más, como puente entre Oriente y Occidente.
La berenjena, ingrediente principal del musaká, llegó a Bizancio gracias al contacto de los árabes con los persas, que fueron los primeros en cultivarla fuera de la India, según Alan Davidson.
La carne picada, los antiguos griegos apenas la usaban, y aprendieron a usarla mucho más tarde cuando contactaron con pueblos más carnívoros de Oriente, según Jrístos Souraris.
La bechamel era casi una desconocida en Grecia, hasta que la popularizó el gran cocinero Nikólaos Tselementés (Atenas, 1878-1958).
El musaká griego, tal y como lo conocemos hoy, es todo un ejemplo de integración y diálogo de culturas en un solo plato. Es una muestra de la filoxenía griega, de la amabilidad con el extranjero que caracteriza a este pueblo: al forastero se le ofrece un vaso de agua para que pueda contar su historia antes de pasar a la mesa… Y es que los antiguos griegos adoraban a Zeus Xenios, el dios de los extranjeros, por eso los recibían bien. El caso del musaká es un ejemplo de filoxenía culinaria, en el que la cocina griega recibe e integra en su cocina elementos extranjeros.